Gracias al proyecto en el que trabajo, he tenido la oportunidad de viajar a Bogotá en un par de ocasiones, y probablemente tenga que seguir haciéndolo a lo largo de un tiempo.
Esta ciudad es inmensa, mucho más de lo que me imaginaba, y sus calles y avenidas se dividen en “Carreras” y “calles”. Unas miran norte-sur y otras este-oeste, de modo que no existen (por lo general) nombres de calles, sino números, y de esta forma es muy sencillo localizarse dentro de la ciudad. Aburrido pero práctico. Como el tiempo, por lo general, suele ser limitado en este tipo de viajes, me limité a visitar el barrio de la Candelaria, o lo que es lo mismo, el centro histórico de la ciudad. Aquí se encuentra la plaza del Chorro de Quevedo, donde se fundó la ciudad en 1538, y la plaza de Bolívar, en la que se encuentra la catedral, el palacio de justicia y el congreso de la república.
La zona está repleta de casas coloniales, con sus famosas tejas y colores vivos. Incontables iglesias y capillas se encuentran escondidas por las callejuelas, pudiendo descubrir verdaderos tesoros ocultos en esta pequeña ciudad lineal.
La vida de este barrio es muy animada, llena de vendedores ambulantes de “ricas obleas” rellenas de dulce de leche, o gente que te vende los “tinticos” (café negro) en la calle. Además, como no podía faltar en cualquier centro de ciudad que se precie, aquí se aglomeran las múltiples tiendas de “compro oro” y joyas. Variados restaurantes, tiendas y todo tipo de personajes deambulan por sus calles.
Aunque en un principio era reacio, cuál fue mi sorpresa al descubrir que el famoso museo Botero, no solamente contenía obras de este autor, sino que tiene pequeñas muestras de pintores y escultores de renombre de todas partes del mundo. El museo se encuentra dentro de una casa colonial con patio interior, la entrada es gratuita y la exposición sorprende más de lo que esperaba, por lo que también recomiendo dar una vuelta por su interior si tienen la ocasión de visitar esta ciudad.
Por la mañana, antes de visitar la Candelaria, subí al famoso cerro de Monserrate, querido y amado por todos los colombianos que conozco. Como fui muy temprano, la única opción de subida fue el funicular (más tarde abre el teleférico), que en unos 5 minutos subiendo entre eucaliptos, te planta en lo alto de sus 3152 metros de altura. Allí puedes hacer un pequeño camino entre estatuas del Via Crucis de Jesucristo que te llevan a la iglesia homónima al cerro. Se puede divisar la ciudad desde lo alto y es un lugar agradable para conocer. Sin embargo, las aglomeraciones de gente desde primera hora de la mañana son un poco desesperantes. También tiene un pasillo lleno de barracones en los que te sirven todo tipo de platos típicos de Bogotá. Después de haber escuchado tantas alabanzas de este lugar, imaginaba que sería más impresionante, aunque he de reconocer que la neblina impedía ver los cerros próximos, lo que quizás haga la vista más hermosa de lo que realmente pude apreciar.