Después de hacer noche en Guayzimi, llegamos a Loja casi sin darnos cuenta; y desde allí cogí un autobús hasta Saraguro, conocido por su pueblo indígena, caracterizado por llevar un sombrero hecho en lana de oveja y pintado con manchas blancas y negras como si fuese una vaca. Allí conocí a Herman, dueño de un restaurante en la plaza, y que probablemente sea donde mejor se coma de todo el pueblo; el restaurante La Muguna.
Él me llevó a conocer un taller de fábrica de sombreros, donde una pareja de artesanos fabrican, arreglan y venden estos sombreros característicos, que esconden, además de mucha tradición, muchos secretos familiares y conocimientos de fabricación exclusivos de cada familia. Es increíble cómo en un pequeño taller, Francisco Sarango y su familia, de manera muy rústica y artesanal, compactan la lana, le dan forma y la pintan para crear estos sombreros que además de proteger del sol, también lo hacen de la lluvia. Son bastante más pesados de lo que parece en las fotos, casi parecen hechos de escayola.
Desde allí, fuimos con Herman al pequeño pueblo de Gera, característico porque las casas siguen estando construidas todas con adobe; aunque la modernidad (y en ocasiones, la inconsciencia) ya hacen que poco a poco vayan apareciendo algunas construcciones en el tradicional bloque gris horrendo que se utiliza convencionalmente. Allí visitamos el famoso mirador mientras tomábamos guajango, un fermentado hecho a partir del agave de esta zona del país; algo parecido al pulque mexicano. Aunque muy dulzón y rico, al rato empieza a marear, y hay que tomarlo con mucho cuidado. Este pueblo es muy bonito, pero lamentablemente los indígenas de la zona no han sabido aprovechar el potencial que tienen, y rápidamente se te acercan algunos personajes pidiendo dinero por hacer fotos al paisaje. Espero que poco a poco puedan entrar en razón y comprender el potencial que tiene este lugar y todos los beneficios que podrían obtener trayendo visitantes y enseñándoles su cultura.
Finalmente, y para terminar la mañana, me comí un cuy al estilo saraguro en el restaurante de Herman. Bien acompañado con una Pílsener fría, fue el impulso perfecto para dormirme como un tronco en el bus de camino a Vilcabamba, mi siguiente destino.
Hacía tiempo que había visto unas fotos de un cerro en las inmediaciones Vilcabamba con unas formas y colores increibles; sin embargo, ni sabía cómo se llamaba, ni tenía la menor idea de cómo se iba o dónde se encontraba. Así que según me instalé en el pueblo para dormir, pregunté a los habitantes de la zona enseñándoles la foto. Rápidamente me dijeron que se llamaba cerro mandango y que se tardaba un par de horas de subida y una de bajada. Me advirtieron también que en esa zona habían asaltado últimamente a algunos turistas, pero que al ser domingo, seguramente habría mucha gente haciendo la ruta y sería menos peligroso.
Así que después de dormir bien a gusto, madrugué y me dispuse a subir al mirador desde el que se observaba el monte poquito a poco. Se trata de un camino por un bosque seco, y la cuesta arriba es bastante agotadora; sobre todo el último tramo. Con esfuerzo, buena respiración y perseverancia, logré llegar hasta el mirador; y, al contrario de lo que me habían dicho, no hubo ni un alma que me acompañase en todo el camino; en la subida y bajada no encontré más que a dos perros. Así que lo logré, y con suerte de no ser asaltado, pude disfrutar de las maravillosas vistas de este precioso cerro Mandango, que parece puesto ahí a propósito.
A la bajada, me comí unos ricos tamales lojanos acompañado de un señor que se sentó en mi mesa. Después paseé un poco por el pueblo, visité a un señor que se dedica a cultivar tabaco, secarlo, y enrollar el tabaco más fuerte que mis amigos (a los que les regalé un poco) hayan probado. Después de un par de días de disfrute total, cogí mi avión de vuelta a Quito y me traje todos estos recuerdos para compartirlos por aquí.
Fecha: 31 de agosto al 2 de septiembre de 2018
Lugar: Alto Nangaritza – Saraguro – Vilcabamba
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