Fecha: del 27 de octubre al 2 de noviembre de 2020
Aprovechamos el buen clima para hacer una escapada de una semana a la Isla de Boa Vista, una de las islas más turísticas del país, característica por sus enormes playas de arena blanca y los inmensos resorts que cada año se llenan de extranjeros que vienen a divertirse y quemarse bajo el sol del verano. Sin embargo, en tiempos de COVID, los grandes hoteles están cerrados, gran cantidad de sus trabajadores se han vuelto a sus islas de origen, y muchos de los extranjeros que habitualmente pululan por la isla, tampoco están en ella estos días.
La situación es triste para un país que necesita de los ingresos del turismo para sobrevivir, y el impacto fue mucho más chocante que en las otras islas a las que habíamos viajado durante este tiempo. Prácticamente todos los comercios regidos por extranjeros (excepto los chinos) estaban cerrados, lo mismo comprobamos con los hoteles pequeños y medianos, y los restaurantes y comercios locales, los encontramos funcionando a medio gas. De cualquier forma, para nosotros, pasear tranquilos y solos, fue una maravilla, y disfrutamos muchísimo de la isla.
Llegamos al aeropuerto, situado cerca de la población de Rabil, que visitaríamos al día siguiente. Desde allí, el taxi nos llevó hasta la capital de la isla, Sal Rei. Una pequeña localidad costera que ebulle en nuevas construcciones, paradas en su mayoría durante estos días. Domingo por la tarde y día de elecciones municipales, por lo que la ciudad estaba desierta. Nos costó horrores encontrar dónde comer, pero lo conseguimos. Después nos hicimos con los contactos de las agencias de alquiler de vehículos y nos pusimos a llamar como locos hasta conseguir dar con la adecuada; no fue sencillo, pues, como he descrito antes, casi todo estaba cerrado. Al día siguiente por la mañana nos esperarían con un Suzuki Jimny 4×4 para recorrer la isla.
Una de las primeras cosas que hicimos fue salir hacia el desierto de Viana, previo paso por Rabil. Esta pequeña localidad al interior de la isla tiene un par de bonitas callejuelas, y se caracteriza por la “olaria”; la alfarería donde algunos habitantes hacen artesanía en barro. La calma se respira en sus calles, pero es que la calma se respira en toda la isla de Boa Vista.
A pocos kilómetros de allí, se encuentra la población de Estância de Baixo, un minúsculo asentamiento desde el que se accede al desierto. Este desierto está formado por finísima arena que con los años ha venido volando arrastrado por los fuertes vientos alisios desde su madre, el gran desierto del Sáhara. Se trata del corazón de la Isla de Boa Vista, una inmensa cantidad de arena regada por algunas palmeras endémicas (Phoenix atlántica) donde las huellas se borran rápidamente y perderse detrás de una duna es una tarea facilísima. Como punto de partida de este bello paisaje existe un bar llamado Viana Club donde poderse resguardar del sol y tomarse algo observando el infinito, sin embargo, lo encontramos cerrado.
Posteriormente nos fuimos hasta la playa de Chaves, característica por la chimenea de la antigua fábrica de cerámica que aquí existía, que cerró en 1928 y de la que solo quedan las ruinas sepultadas entre arena. A pie de playa hay un restaurante con tumbonas muy bonito llamado la Pérola de Chaves, desde el que puedes caminar por la arena infinita hacia cualquier lado. Rápidamente, tanto hacia el norte como hacia el sur, te encuentras con complejos hoteleros gigantescos que estos días permanecían abandonados y silenciosos. El acceso hasta aquí es medio complicado y está mal señalizado, además los grandes hoteles han colocado sus masas de cemento en medio de lo que parecía ser el camino principal para circular paralelo a la costa, de modo que no conseguimos seguir el camino hacia el sur para visitar Morro de areia y los diferentes cabos característicos de esta zona. Por cada camino que nos adentrábamos acababa por ser una calle cortada del hotel o tenía maquinaria cortando el acceso, una pena.
Tuvimos que regresar hasta Sal Rei para almorzar, y desde ahí nos aventuramos hacia el famoso naufragio del barco español Cabo de Santa María. Este barco se encuentra encallado en la playa de Boa Esperança, también conocida como playa de Atalanta desde 1916 a raíz de otro naufragio, un lugar que ha merecido ser protegido bajo la figura de la Reserva Natural de Boa Esperança, cubierto de dunas infinitas y montículos de vegetación costera que las protegen de la erosión. Aquí, cada año, miles de tortugas caretta vienen a poner sus huevos. Para llegar hasta allí nos habían recomendado no utilizar el camino de la costa, pues la dinámica móvil de las dunas, en ocasiones tapa el camino, y después de tantos meses sin turistas yendo cada día, pues probablemente fuese inaccesible. Tratamos, por tanto, de llegar desde la carretera que va hasta Bofareira, pero de nuevo, la falta de indicaciones y el llegar hasta un punto donde las dunas de arena eran más altas que el coche, decidimos regresar e intentarlo (en contra de lo recomendado por todo el mundo) por el camino costero, que parte desde Sal Rei. Poco a poco, y un poco asustados fuimos sorteando las cantidades ingentes de arena, resbalando, saltando y casi encallando, pero conseguimos avanzar hasta un punto donde ya se veía el barco a lo lejos, y al frente, una duna 3 veces más alta que el coche tapaba el camino. Decidimos abandonar el coche aquí y seguir a pie hasta el naufragio. Con los nervios de conducir en estas condiciones no hicimos fotos del camino obstruido.
El barco “Cabo de Santa María” fue un carguero español que se dirigía hacia Brasil repleto de diversos productos alimenticios y maquinaria; pero su carga más valiosa eran las inmensas campanas fundidas con motivos de las carabelas de Colón y de la Virgen del Pilar que tenían como destino la Catedral de Brasilia. El mal tiempo hizo que en 1968 el barco se encallase en un banco de arena cercano a esta playa y tras varios intentos, nunca pudo ser remolcado y sacado hasta alta mar de nuevo. Los periodos de crisis constantes y falta de todo tipo de productos que sufría Boa Vista y Cabo Verde en general durante ese tiempo, hicieron que el barco fuese un regalo divino. Muchos de los habitantes de la isla participaron en los trabajos de evacuación de la carga del barco, y la gran mayoría de esta acabó por ser vendida (o extraviada) dentro de la isla, excepto las campanas que fueron extraídas tres años después y refundidas de nuevo en España. Los motivos de alegría de este naufragio son recordados a día de hoy por los más viejos del lugar. La tragedia para unos puede ser la mayor felicidad para otros.
Regresamos por donde vinimos y el atardecer fue cayendo poco a poco sobre nosotros. Pasamos un momento por la recién restaurada Iglesia de Nuestra Señora de Fátima y más adelante nos detuvimos a tomar unas fotos en una antigua salina rosada, que en otros tiempos debió ser espectacular. A día de hoy es el baño público de los habitantes del barrio popular conocido como “barraca”, donde residen los miles de trabajadores de los grandes resorts que existen en esta isla. La desigualdad es latente, como ocurre en muchos lugares del mundo donde se replica este tipo de modelo turístico; con lujos, cócteles, pulseras, sonrisas y barriadas sin agua corriente ni desagües. Interesante este artículo del diario Expresso das Ilhas: Servir no luxo, viver no lixo.