Fecha: del 27 de octubre al 2 de noviembre de 2020
La siguiente mañana la dedicamos a recorrer algunas de las playas más famosas de la isla; siempre por caminos inciertos, poco señalizados y sin pavimento. La salvaje Isla de Boa Vista siguió sorprendiéndonos con cada kilómetro recorrido.
Lo primero que hicimos por la mañana fue dirigirnos hacia la población de Rabil, donde los artesanos de arcilla nos abrieron sus puertas (cerradas a causa de la pandemia) para enseñarnos amablemente los trabajos que realizan. Al frente de la “Olaria de Rabil” encontramos a João, quien nos explicó que se trata de una tradición de familia; pues desde hace muchos años, sus antepasados, se dedican a trabajar la arcilla en este lugar. Tradicionalmente hacían piezas de utilidad para la comunidad como macetas, tejas o jarrones, pero en los últimos años, con el boom turístico, también hacen tortuguitas de cerámica y muchas figuras decorativas. El barro extraído de la localidad de Barreiro se considera el de mayor calidad del país, y tras un lento y artesanal proceso de cribado, consiguen obtener un material sin impurezas que permite fabricar artesanías de muy buena calidad. Aunque no tenían muchas figuras a causa del parón turístico, pudimos comprar algunas piezas para regalar a la familia, y una para poner en casa. No sé por qué no hicimos fotos de este lugar, creo que simplemente hacía demasiado calor y el cerebro no me dio para tanto. Sin embargo, comparto alguna foto extraída de su Facebook, que puede visitarse aquí, y desde donde también se les puede contactar para encargar alguna pieza concreta o diseño personalizado.
Desde allí seguimos en dirección sur hasta la localidad de Povoação Velha, el primer asentamiento que tuvo esta isla, sin fechas concretas, allá por el siglo XVI. Lo único que sabemos es que en 1810 dejó de ser la capital, y que en ese entonces albergaba a los casi 1500 habitantes que tenía la isla. Aunque es minúscula y queda camuflada entre las viviendas, destaca la capilla de Santo Antonio levantada en año 1800. La iglesia de Nossa Senhora da Conceição, situada en las afueras del pueblo y en lo alto de una pequeña colina, también llama la atención, aunque la encontramos en proceso de restauración.
Desde esta villa se accede a la playa de la Varandinha, que por las fotos que habíamos visto en internet antes de ir, tiene unas cuevas de piedra desde las que observar un mar de arena blanca que se fusiona con un bonito horizonte azul turquesa. El camino hasta esta playa no estaba muy claro, y los habitantes de Povoação Velha tampoco supieron explicarnos muy bien si el camino estaba accesible o no lo estaba. Recordemos que tras meses sin turistas, los caminos poco transitados se llenaban de dunas de arena. Con un poco de incertidumbre y con algo de miedo por quedarnos varados en una duna en un lugar remoto sin cobertura, emprendimos camino confiando en el GPS y en nuestras habilidades de conductores off-road. En varias ocasiones tuvimos que bajar del coche para ver si la duna que debíamos atravesar era muy larga o si conducía a algún tramo de piedras o suelo. Con impulso, constancia en la velocidad y el 4×4 activado, conseguimos llegar hasta la playa, tan bonita como prometían las fotos.
Empezamos a acercarnos a la orilla y lo primero que encontramos a nuestra izquierda fue un vivero de tortugas, aparentemente sin vigilancia. Seguimos caminando contra el viento, que ese día soplaba en unas rachas tan fuertes que la arena nos golpeaba en el cuerpo y en la cara entorpeciendo nuestro avance. No hubo conversación entre Verónica y yo, pero los dos detectamos en el horizonte una figura que descendía desde lo alto de una colina distante, que poco a poco fue aproximándose, saludándonos con una mano y prosiguiendo el paso hasta el vivero de tortugas. Desde allí nos hace un gesto para pedir que nos aproximemos, y cuando llegamos, nos entrega un balde negro a cada uno; y sin mediar palabra, sigue caminando hacia la orilla. Miramos dentro de los cubos, y la cara de felicidad que se nos puso al descubrir cientos de tortugas recién nacidas en cada uno de ellos debió brillar en kilómetros a la redonda. Cuando nos aproximamos al señor desconocido, nos explicó que era un poblador de Povoação Velha, y que ese es el vivero comunitario que ellos manejan; que era el último nido que había eclosionado en la temporada, y que tras liberarlas, desmontaría el campamento y suspenderían las guardias hasta la próxima temporada. En un corre-corre de intercambio de palabras y vuelque repentino de los cubos, logré hacer algunas fotos y grabar un par de pequeños vídeos. La experiencia de soltar cientos de tortugas bobas recién nacidas, para que corran hacia un destino muy incierto dentro del mar, es una experiencia por la que todo ser humano debería pasar al menos una vez en la vida. Inolvidable, magnífico, emocionante y esperanzador. Entre tanto viento, tanta emoción y tanta felicidad, olvidamos buscar las famosas cuevas de las fotos, pero disfrutamos la playa de Varandinha mucho más de lo que jamás habríamos podido imaginar.
Lamentablemente no recuerdo el nombre del señor, pero nunca olvidaré el buen momento que nos hizo pasar. Él nos informó que el camino que queríamos tomar, por la costa, hasta la playa de Santa Mónica, no se encontraba accesible, y nos recomendó regresar hasta la aldea para tomar otro recorrido interior para llegar a esta playa. Así que, haciéndole mucho caso, logramos llegar hasta la costa accediendo a través de una ribera; y desde allí, creo que por el camino incorrecto, conseguimos llegar hasta un bar llamado “Boca Beach”, el cual estaba cerrado, pero desde donde nos quedamos un buen rato disfrutando de las bonitas vistas; dañadas, eso sí, por una serie de complejos turísticos blancos que han construido al borde de la playa. Bañarse era algo impensable; el viento era tan fuerte que las olas, al romper, regresaban hacia dentro por la fuerza de este. En este lugar, unos perritos “guardianes” juguetearon con nosotros muy felices por nuestra visita.
Posteriormente decidimos ir a visitar uno de los famosos complejos turísticos que la empresa RIU ha construido en esta isla, así que nos encaminamos hacia el RIU Tuareg, situado en el sur-este de la isla. Para llegar hasta allí circulamos por encima de piedras rojas en lo alto de un acantilado al borde de la playa. Un paisaje marciano que no sabíamos si llegaba a alguna parte; pero lo logramos, accedimos hasta el hotel, que más que hotel es una ciudad. Mucho más grande que la mayoría de los pueblos de la isla, allí se erguía este monumental resort, cuya arquitectura es bastante bonita, y con unos colores integrados en el paisaje. Caminamos por la playa que tiene en frente, se trata de una playa larguísima y anchísima, de arena blanca muy fina, perfecta para pasarse horas echado al sol (si eres de los que adoran ese plan). Además, para alcanzar el colmo de la comodidad turística, han sembrado en la playa dos bosques de palmeras, entre los que colocan las tumbonas y los turistas pueden disfrutar de sombra en primera línea de playa; mientras, imagino, los camareros les sirven cócteles infinitos. No obstante, el inmisericorde viento de este país, soplaba con fuerza tal, que solo nos atrevimos a mojarnos los pies; la arena te golpeaba las piernas y las olas no animaban a meterse más allá de la cintura.
Nos aproximamos al hotel y subimos las escaleras, aprovechando que estaba completamente vacío debido a la crisis de la COVID-19. Allí no había absolutamente nadie, era un lugar fantasma, pero curiosamente bien cuidado. Nos llamó mucho la atención que la piscina estuviese llena, con el agua limpia, y en perfectas condiciones, suplicándonos que nos lanzásemos al agua. Sin embargo, con temor a una represalia, insistimos en buscar a un guardia. Nos costó, pero al final lo encontramos, echado en una sombra escuchando la radio; y claro, nos prohibió bañarnos. Una lástima. No creo que volvamos a estar tan cerca de disfrutar un espacio así de lujoso para nosotros solos… tampoco es lo que buscamos habitualmente.
Estaba al lado en el mapa, pero llegar hasta Curral Velho fue una odisea entre caminos volcánicos, burros salvajes, palmeras esparcidas en el horizonte, y bosques de acacias. Este pequeño pueblo de pescadores (asentamientos de Curral Velho, São Domingos y Prazeres) quedó abandonado debido a los constantes ataques de piratas, la falta de agua y la escasez de alimentos. Este asentamiento se dedicó durante varios años a comerciar con sal y pescado, dejando unas viviendas, hoy en ruinas, que ejemplifican la construcción tradicional de la isla. Este lugar forma parte de un sitio RAMSAR de gran importancia para la región y está protegido bajo la figura de “Paisaje Protegido”. En frente se encuentra el Ilheu de Curral Velho, una reserva natural que conserva nidos de gran cantidad de aves marinas. Todo el sitio, en su conjunto, desempeña una función ecológica de gran valor para la biodiversidad. El paisaje por si mismo es espectacular, primero por las ruinas del antiguo poblado y después por la salina, ubicada en una depresión frente a las dunas que desembocan en la playa. Un lugar sorprendente en el que perderse durante horas.
El regreso hasta Sal Rei lo hicimos atravesando la Ribeira de Rabil, pasando por el minúsculo asentamiento de Fonte Vicente, donde crece un pequeño oasis de palmeras. Un lugar que sin duda oculta un acuífero en sus profundidades y que ha sido aprovechado por los pobladores para cultivar algunos productos. Sorprende un gigantesco baobab (calabaceira) en mitad del camino. Durante todo el recorrido disfrutamos de rocas gigantes de color rojo que parecen caídas del cielo, y una pequeña montaña llamada Morro Amaderinho a la derecha del camino. Concluía así un día intenso pero precioso.