María y Martina ya debían regresar a casa, sus vacaciones eran algo más cortas que las mías y las de Montse, por lo que decidimos ir al recóndito lago Bunyonyi, casi en la frontera con Rwanda para tener una última jornada de relax aislados del mundo. La guía que llevábamos no fue capaz de describir en palabras la maravilla que es este lugar. Únicos turistas en la zona y un hotel en una preciosa isla, donde el fresquito de las montañas te animaba a pasar la noche con una copa de vino. El agua caliente salía de unos bidones bajo una hoguera, y la neblina mañanera, mezclada con los pájaros cantando invitaban a quedarse al menos una semana.
Aquí llegaba el momento de separarse, y ellas se llevarían el coche alquilado de vuelta a Kigali, desde donde regresarían a España. Nosotros, desde Kabale, tomaríamos un autobús hasta Kampala, capital de Uganda. Kabale es la ciudad más polvorienta en la que he estado en mi vida, un far West africano y cruce de caminos de camiones que no sabes de donde vienen y nunca sabrás si llegarán a destino.
Llegamos a Kampala con el pelo completamente lleno de polvo, e hizo falta un buen rato bajo la ducha para que dejase de salir el agua negra. Espectaculares pistas de arena las de este país… tan verde y tan seco al mismo tiempo. En Kampala pasamos un par de días paseando, pudimos disfrutar de las bulliciosas calles del centro, donde se mezclan camiones cargando y descargando unas ingentes cantidades de productos que jamás imaginarías que podrían entrar en esos pequeños almacenes de las tiendas que se distribuyen a los lados de las calles. También subimos a lo alto del minarete de la mezquita construida con el financiamiento del gran líder Gadaffi, desde la que se puede tener una interesante panorámica de la ciudad.