Madrugamos el primer día de 2019 para dirigirnos hacia Salento, pueblo base para visitar el tan famoso Valle de Cocora. Cuando llegamos, ya había algunos vehículos y personas paseando, pero el ambiente era tranquilo y se podía disfrutar.

Comenzamos a caminar por la ruta circular, que llega hasta lo alto de un mirador, y desde ahí se baja por una cuesta empinadísima y no apta para cualquiera. El lugar, visualmente es muy agradable; una pradera de césped inmensa, rodeada por palmas de cera, una especie nativa del Quindío colombiano. Sin embargo, lo que significa este paisaje es deforestación del bosque nativo, donde únicamente se conservaron estas palmeras y se sembró césped para el ganado. Al menos ahora es un atractivo turístico que da rendimientos suficientes como para no tener que ampliar más la frontera ganadera (o eso parece).

La caminata tiene un poco de pendiente, pero en general es bastante fácil y la disfrutamos muchísimo, haciendo bastantes fotos y caminando tranquilos. A nuestro regreso, los parkings estaban a rebosar y las hordas de turistas acechaban por doquier.

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Pudimos pasear un poco por Salento, pero estaba tan lleno de gente que nos dirigimos hacia Filandia, otro de los pueblos mágicos del eje cafetero. Estos pueblos se distinguen por los mil colores que adornan las fachadas de sus casas, los techos de teja y los balcones coloridos asomados a sus calles y plazas.

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Filandia resultó estar tan abarrotada que a penas se podía caminar por sus calles. Las fotos que pude sacar fueron desastrosas, y los restaurantes estaban tan llenos que había que hacer cola para poder acceder a ellos. Finalmente pudimos almorzar, pasear un poco e irnos por la tarde al pueblo de Calarcá, donde dormimos en un precioso hotel decorado con motivos de la zona.

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