Fecha: 4 de abril de 2021 y 7 de septiembre de 2021
Brava, al igual que Santo Antão, no tiene aeropuerto, sin embargo, el acceso hasta la isla es mucho más complicado, pues no dispone de varios ferrys al día que la comuniquen con la isla más cercana: Fogo. Las conexiones marítimas entre ambas islas son pocas, mediocres, variables e inciertas. No obstante, la conocida como “Isla de las Flores” no iba a quedarse fuera de nuestro radar. Como explicaba, es muy complicado ir a pasar un fin de semana a la isla, porque las conexiones no lo permiten. Sin embargo, aprovechando un feriado, habíamos comprado el ticket de barco para salir un viernes por la tarde y regresar un lunes, por lo que podríamos pasar un par de días tranquilamente conociendo la isla.
Amanecimos el viernes, hicimos la maleta ilusionados y ya estábamos preparados para salir hacia el puerto cuando se me ocurrió llamar a la compañía naviera para preguntar si el barco estaba en hora. La teleoperadora me dijo muy alegremente que el barco había sido retrasado hasta el sábado a las 15:00, por lo que perdíamos 24 horas exactas, lo que nos ponía en una excursión de un único día, pues el regreso estaba programado para el lunes a las 8:00.
Después de despotricar un buen rato y de resignarnos a la incertidumbre con la que funciona el servicio inter-islas, decidimos salir a cenar por Praia el viernes y esperar a ver si el sábado era verdad que salía el barco.
Efectivamente, al día siguiente, el barco apareció en el puerto, el conocido catamarán “Kriola”, también conocido como “Fast Ferry”; un barquito alargado que se mece hacia los lados como una botella de plástico en el océano. Tarda cuatro horas hasta la isla de Fogo, donde hace escala, y desde la cual sale hacia Brava atravesando, durante otra hora más, el estrecho que separa a ambas islas, y que no deja indiferente a ningún pasajero. El grueso de los pasajeros vomitaba, se tumbaba en el suelo y utilizaba todas las oraciones que conocía para pedirle a los cielos llegar sanos y salvos al destino (ahí comprendimos por qué la denominaron como Isla Brava). Parece que los rezos tuvieron su efecto, porque a las 20:30 aproximadamente llegamos hasta el puerto de Furna, donde un “Hiace” nos subió por una angosta y serpenteante carretera hasta la ciudad de Nova Sintra, capital de la isla. Allí dormimos plácidamente, un poco ansiosos por lo que nos esperaba al día siguiente.
En los días previos, habíamos acordado con la dueña de un hotel que nos alquilase su coche, y eso fue lo que nos permitió movernos por toda la isla y prácticamente conocerla entera durante el único día que pasamos en ella. Extrañamos un segundo día para hacer alguna caminata y disfrutar un poco más de los encantos paisajísticos de este bonito lugar remoto.
Salimos temprano y antes de comenzar a circular dimos un paseo por Nova Sintra, ciudad pequeña situada en un planalto desde el cual se divisan los “ilhéus” cercanos el “ilhéu grande” y el “ilhéu de Cima”, con la Isla de Fogo, casi siempre nublada, dominando el horizonte. La plaza principal es bonita y está muy bien cuidada, con un busto de Eugénio Tavares, poeta, escritor, compositor y periodista famoso entre 1867 y 1930. Tavares compuso algunas de las mornas más hermosas del país, y es uno de los artistas más reconocidos de Cabo Verde.
Cerca de la plaza se encuentra la casa natal, convertida en museo, y que, como todos los museos de Cabo Verde, se pasa prácticamente todos los días cerrada. En esta primera visita a Brava no pudimos conocerla, pero añado fotografías de una visita posterior que hicimos con mis amigos Juan y Sandrine, donde, después de preguntar por toda Nova Sintra, dimos con la persona responsable y conseguimos que nos abriesen para entrar a visitarla.
La arquitectura es peculiar en esta isla, la mayoría de las casas conservan sus tejas tradicionales y mantienen un estilo colonial que le confiere un encanto único e incomparable con el resto de islas del país. Predominan los colores blancos de las casas, siempre rodeadas por frondosos jardines. Las carreteras, en su mayoría, son adoquinadas y bordeadas por árboles de hibisco, casi siempre floreados, que alegran la vista con sus colores rojos brillantes y preciosos. Como expliqué en el párrafo anterior, hemos logrado ir en dos ocasiones, por lo que pudimos ver la isla en estado seco y en estado verde (época de lluvias), dos contrastes que muestran las dos caras de un mismo lugar.
La primera parada fue en Mato Grande, donde visitamos los diversos miradores de los que dispone esta pequeña aldea. Uno de ellos es particularmente curioso, con forma de barco de pesca artesanal y con una cruz, mira al horizonte, dando la impresión de que el visitante navega sobre los cielos y domina el océano infinito que tiene ante sus ojos. En este “Mirador Sta. Maria – 2ª Opinião”, durante el mes de julio, los habitantes de las aldeas cercanas celebran el día de Santa Ana, disfrazándose de diferentes oficios y adornan el “barco”, convirtiéndose en escenario principal de la festividad, donde cada personaje interpreta su rol en un ambiente cómico.
Posteriormente fuimos parando por varias de las pequeñas aldeas escondidas entre montañas de la isla, pudimos visitar lugares como Mato Riva, Lima Doce, Cova Rodela, Cova Joana o Nossa Sra. do Monte. Todas estas localidades son idílicas, con habitantes encantadores que están deseando que les preguntes cualquier cosa para contarte su vida, las condiciones duras en las que viven y darte las indicaciones y orientaciones que desees. La verdadera Morabeza (~ hospitalidad) de Cabo Verde pudimos disfrutarla, sin duda, en esta isla. Una verdadera maravilla rodeada de paisajes preciosos.
Sin embargo, esta isla tiene un mal que se va expandiendo y que no parece tener fin: la emigración. Cada día son más los habitantes de Brava que huyen de la isla; bien hacia la capital del país, bien hacia el extranjero. Una isla prácticamente incomunicada, sin oportunidades laborales, con condiciones de vida muy duras y lo más importante: prácticamente sin servicios sanitarios. El último censo nacional muestra que la población ha disminuido, y especialmente en Brava, cada día son menos los habitantes.
Esto parece que ha sido así desde hace mucho tiempo. A finales del siglo XVIII, los balleneros norteamericanos empezaron a utilizar la isla como punto de abastecimiento y reclutamiento de marineros. Debido a las condiciones de vida tan duras en alta mar, buscando la grasa de las ballenas, muchos de los habitantes de Brava, una vez tocaban tierra en Estados Unidos, nunca más volvían a internarse en un barco, asentando su vida en el puerto al que hubiesen llegado primero. De este modo, se establecieron la mayoría en Massachusetts y Nueva Inglaterra.
De hecho, a día de hoy, se percibe por la isla la fuerte influencia americana. Es frecuente encontrar jóvenes deportados desde Estados Unidos que solamente hablan inglés o criollo (pues nunca han recibido una educación en portugués). Muchos de sus habitantes más ancianos también te cuentan sus peripecias al otro lado del océano y cómo decidieron en cierto punto volver a sus raíces, construirse una vivienda y afincarse allí para siempre. Además, existen algunos comercios con productos americanos, pues varias importadoras han fijado su negocio aquí.
Muchos de los ingresos de los pobladores de esta isla provienen, lógicamente, de remesas.
Recorriendo y recorriendo, llegamos hasta Cachaço, donde la carretera adoquinada se termina y para aventurarse más allá hay que contar con un vehículo 4×4. Algunos mapas muestran una pequeña villa sin nombre, a la que debe ser bastante difícil acceder. No obstante, el atractivo de Cachaço son los quesos de cabra. Allí pudimos probar el queso del día (de hoje) y el queso del día anterior (de ontem), un poquito más curado y salado. Pasamos un buen rato degustando el queso con una de las familias de este pueblo.
De regreso, bajamos por una carretera llena de curvas y con mucha pendiente hasta Lomba Tantum, un pequeño pueblo de pescadores al borde de un acantilado. Cada día, los pescadores deben bajar por unos pequeños caminos al borde del precipicio hasta una pequeña cala donde tienen sus barcas. Como mecanismo que les facilita el trabajo, en los últimos años les han instalado un teleférico de carga, el cual utilizan para subir las capturas del día hasta la aldea. Conseguimos verlo funcionar y pudimos comprender el día a día de esta gente trabajadora.
En esta isla, salvo en Nova Sintra, o en Furna, es bastante complicado encontrar lugares para almorzar, por lo que al regreso, paramos en la capital para comer antes de dirigirnos hacia Fajã d’Água, el atractivo turístico más conocido de la isla. A este pequeño pueblo al borde del mar, se accede por una carretera escarpada entre las rocas. No son más que una hilera de casas al borde del mar, con algunas palmeras de fondo que le dan un toque interesante. Pero el atractivo principal son las pozas naturales que se crean al final del camino cuando baja la marea. El acceso está bastante bien habilitado, con unas escaleras con barandilla que te permiten llegar hasta este monumento natural, que disfrutamos como niños pequeños durante un buen rato.
Antes de dirigirnos hacia el último destino del día pasamos por otra villa llamada Sorno, que se encuentra abandonada y que se ha destinado a la agricultura y ganadería porcina. Hasta allá la carretera estuvo un poco complicada y parece que solo acceden camiones para cargar las mercancías.
Finalmente, y antes de que anocheciese, llegamos hasta Furna, un pueblo de pescadores y puerto principal de entrada a la isla. Tiene casas de colores, algunos murales, un mirador muy bien cuidado y una pequeña calle peatonal encantadora. Allí disfrutamos del último paseo antes de anochecer y cenamos en el único restaurante que vimos abierto. Los perritos callejeros nos rodeaban y hacían guardia alrededor de nuestra mesa por si les caía algún pedazo. Pasamos unos momentos estupendos en este lugar.
El regreso es precipitado, pues el barco sale a las 8 de la mañana desde Furna y hay que estar un par de horas antes, por lo que el madrugón en Nova Sintra, las curvas de descenso medio dormido y el abordar al barco en ayunas para no marearse, deja a cualquiera en estado catatónico. Sea como fuere, la experiencia es única y maravillosa. Vale la pena a pesar de todas las incertidumbres de poderte quedar allí tirado o de que el barco nunca llegue a salir.