Por la tarde, después de abandonar Detroit y pasar el túnel fronterizo hacia Canadá, fuimos discurriendo paralelos al lago Erie, hasta llegar al pueblo de Niagara-on-the-lake, a los pies del lago Ontario, donde desemboca el río Niagara (que conecta ambos lagos). Durante todo el camino nos sorprendieron los viñedos que cubrían el horizonte. Más tarde descubrimos que el vino de esta región es de muy buena calidad, y compramos algunas botellas para degustar a la vuelta del viaje.

Este lugar, situado en un enclave tan estratégico, fue tomado en varias ocasiones por los americanos y retomada por los ingleses, cambiando en diversas ocasiones de nombre y bandera. El Fuerte George protege el acceso por barco y sirvió como defensa de la ciudad. Es un fuerte típico norteamericano hecho de vigas de madera redondas acabadas en punta, y actualmente puede visitarse. Llegamos y literalmente nos cerraron las puertas en la cara; pero bueno, tampoco creo que tuviese mucho más por dentro que lo que tiene fuera; vallas de madera y bonitas vistas al río.

Seguimos caminando por el pueblo, que es un lugar muy turístico aunque realmente no tiene gran cosa. Grandes mansiones, campos de golf, cafeterías modernas y tiendas lujosas, adornan este lugar, que parece que vive en unas constantes navidades. No obstante, encontramos un lugar bonito para sentarse y relajarse un rato, el parque Queen’s Royal. Desde este lugar se puede atisbar el perfil de la ciudad de Toronto, y ver los diferentes yates navegar por el lago Ontario.

Tras pasear un poco por las calles principales de Niagara-on-the-lake, retomamos trayecto y llegamos hasta el hotel que teníamos reservado en la ciudad de Niagara Falls. El hotel resultó ser una casa regentada por un chino que prácticamente no habla inglés, pero situada exactamente entre el límite de aparcamientos de pago y aparcamientos gratuitos, por lo que la ubicación fue perfecta para ir y venir caminando desde el centro dando un paseo y sin tener que invertir el dinero (a veces desorbitado) que te piden por aparcar en los parkings cercanos al centro.

Apenas podíamos dar crédito en nuestro primer paseo nocturno por la ciudad. Aquello estaba plagado de múltiples casinos, atracciones de feria, museos de cera, puestos de dulces, restaurantes y cualquier tipo de atracción que te puedas imaginar. Antes de que oscureciese, y sin tener mucha idea de cómo funcionaba el tema de la compra de entradas para acceder al día siguiente a las cataratas; mirando en todas direcciones con la boca abierta y cegados por las luces de colores y los sonidos en todas direcciones, llegamos a un mirador desde donde se veía la famosísima caída de agua de las Cataratas del Niágara.

Nunca me habría imaginado que la ciudad estaba construida al pie de las cataratas de una manera tan grotesca. Me habría imaginado un sendero entre el bosque para llegar a un mirador, me habría imaginado subir a un barco hasta llegar a ellas; pero no, alguien decidió construir una mole de cemento en las veredas del río, sin dejar ni un solo árbol en sus márgenes. Grotesco. No obstante, la vista desde este lugar es impecable, dicen que la vista más bonita de las cataratas es del lado canadiense, desde donde se ven tres caídas principales de agua desde un ángulo precioso.

Poco a poco fue poniéndose el sol, y, oh!, sorpresa!, el agua es iluminada con focos de colores cambiantes, dándole un toque más kitsch, si cabe a todo el panorama. Sorprendidos y chocados de este lugar impensable, decidimos salir a cenar, tomar una cerveza y dejarnos llevar por las luces y las fantasías que decoran esta urbe. Al día siguiente visitaríamos por fin las cataratas con mayor volumen de caída de agua del mundo.

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